“Damas y caballeros, el barco llegó a la costa”. Con esta frase metafórica, la embajadora de los océanos Rena Lee, anunciaba en marzo de este año el consenso alcanzado en torno al Tratado de Altamar, cuya respuesta fue un grito victorioso que retumbó en los espacios de la sede de la ONU en Nueva York, donde se habían dado cita representantes de 193 países, entre ellos Rusia, China y Estados Unidos.
Fueron necesarios 15 años de negociación y 38 horas de conversaciones, para iniciar el proceso de aprobación del Tratado de Altamar o High Sea Treaty, por medio del cual se aspira crear áreas protegidas en las aguas ubicadas fuera de la jurisdicción nacional y en siete años alcanzar el 30% de estas, de acuerdo al objetivo trazado en la Conferencia de Biodiversidad de la ONU de 2022.
Si como lo señala Antonio Guterres, Secretario General de la ONU, el Tratado de altamar, “es crucial para abordar la triple crisis planetaria del cambio climático, la pérdida de biodiversidad y la contaminación”, entonces los países firmantes ya deberían estar dando señales positivas de su intención de erradicar las causas que las alimentan, tomando en cuenta que todas ellas están vinculadas al accionar y a la voluntad del hombre. A estas tres amenazas se han sumado la minería en el fondo de los océanos mediante la implementación de las nuevas tecnologías, apoyadas por siglos por una milmillonaria estructura socioeconómica, que impacta el ambiente con la producción de gases de efecto invernadero, la sobrepesca y la producción de plásticos de un solo uso, que posiblemente ya tenga en mente como evadir el compromiso.
Aunque la aprobación del Tratado no implica la suspensión de las actividades, mineras y pesqueras en esas zonas, si las limita y exige su coherencia con la conservación, reservando áreas para el desarrollo sustentable de la vida marina, la investigación, mediante el consenso de los países firmantes.
Mirando en retrospectiva los instrumentos que fueron aprobados en su momento en favor de la fauna marina y su cumplimiento por parte de algunos de los países firmantes del Tratado de Altamar, podemos aproximarnos a las expectativas reales que podemos abrigar en torno a la aprobación de este marco legal. Siglos atrás en la bahía de Cape Cod (USA), las ballenas fueron llevadas al borde de la extinción debido a que su grasa era utilizada como combustible de las lámparas de aceite. El incentivo de obtener 1,77 dólares por galón desencadenó una masacre que solo se detuvo cuando este fue sustituido por el queroseno del carbón, el petróleo y el gas natural.
No fue el caso de Rusia, que, en abierto desacato a las leyes, continuó diezmando el cachalote casi hasta su desaparición en 1972, porque encontró que el espermaceti de los cerebros de este cetáceo, era el mejor lubricante para los misiles nucleares.
Otro instrumento que pese a haber entrado en rigor desde 1986, no ha sido ratificado por todos los miembros, es la moratoria de caza comercial de la ballena de la Comisión Ballenera Internacional (CBI), a sabiendas de que esta especie continúa amenazada y en riesgo, justamente porque Japón, uno de los miembros de esta Comisión y firmante del Tratado de Altamar, encontró la forma de encubrir la pesca comercial dentro de las excepciones del instrumento: subsistencia para los pueblos aborígenes y fines científicos.
¿Se puede ser optimista en cuanto al cumplimiento de los términos del Tratado, cuando se sabe que a mediados del siglo XX, en plena vigencia de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, se industrializó la pesca artesanal, con el apoyo de las subvenciones de los gobiernos escudada en garantizar la disponibilidad y el acceso a una mayor variedad de alimentos ricos en proteínas, pero que en realidad fue solo un pretexto para la incursión sin control de flotas pesqueras comerciales poderosas que diezmaron poblaciones enteras de bacalaos, arenques y sardinas?
En un océano “sin fronteras” como lo describe Max Bello, ambientalista experto en política oceánica, las flotas pesqueras dotadas de implementos cada vez más sofisticados para atrapar a sus presas se apropiaron en 1989 de unos 90 millones de toneladas (métricas) de pescado, llevando la industria a su máximo nivel y a una disminución de los rendimientos. “En 2003, un informe científico estimó que la pesca industrial había reducido el número de grandes peces oceánicos a sólo el 10% de su población preindustrial”.
Olivier de Schutter, encargado especial de la ONU sobre el derecho a la alimentación, menciona en su informe “Pesca y derecho a la alimentación”, a China, Rusia, la Unión Europea, EEUU y Japón, países ahora comprometidos con la protección de las aguas continentales en el nuevo acuerdo, como protagonistas de lo que denomina una “apropiación oceánica” a través de la pesca industrial agresiva de sus flotas, invitando a las naciones emergentes a endurecer el acceso de naves extranjeras a sus aguas “Es como una apropiación de tierra, sólo que es menos visible y menos mencionada”.
Respecto a este punto, China está considerado como el país que más viola la normativa internacional sobre pesca. Su flota pesquera ha operado libremente desde 1985 en aguas continentales con la anuencia de África Occidental, arrasando en 1996 con 926,500 toneladas de productos marinos con el apoyo de sus 1.381 buques pesqueros, número que se incrementó exponencialmente en 2020, y la colocó a la cabeza de las flotas pesqueras de altamar más grandes del mundo con casi 17.000 buques, algunos registrados bajo su bandera y otros con pabellones de conveniencia como estrategia para evadir las regulaciones.
Todavía hay demasiadas incógnitas respecto al futuro de este nuevo marco regulatorio, porque requiere del consenso de 60 países y de una voluntad genuina para reducir las crisis que azotan los mares globales, comenzando por el calentamiento global que a la fecha ubica a China, a la cabeza de los países con mayores emisiones de CO2 con más de 10.065 millones de toneladas, seguido de Estados Unidos, con 5.416 millones de toneladas, India, con 2.654 millones de toneladas y Rusia, con 1.711 millones de toneladas.
Solo entonces podrá llamársele victoria…
© MSc.Luz Delia Reyes
Periodista y Educadora ambiental